viernes, 10 de diciembre de 2004

OTRO FRATRICIDIO

El campaneo desde la Catedral, hermoso sonido que me traía siempre aire. Hasta no escuchar sus diez golpeteos mi pecho se cerraba como un forceps. Mientras miraba por la ventana el cielo obscuro abovedado y con sus pequeñas luciérnagas cósmicas, leí lo que en él estaba escrito y sentí una voz que tras mi nuca susurraba tu nombre. Pero vos estrías caminando y al alzar los ojos no verías más que estrellas. Y yo lo sabía.
Caí de rodillas por el impulso de alguna fuerza, golpee mis oídos, tiré de mis orejas con demasiada ilusión. Definitivamente eran inescrutables: ellas, el susurro y el silencio sentencioso que lo ahogaba todo. Corrí, corrí por un verde campo mientras bajaba escaleras, vi de la tierra brotar sangre en cada una de mis pisadas mientras divagaba por las calles de Frankfurt absolutamente drogada de angustia y terror por tu terrible imagen que se me repetía continuamente. Pero el espanto no frenaría mi llegada al mar donde esparcirían tus cenizas.
Yo: siempre esperar, siempre estar al reverso de la hoja que lleva de la mano los ojos del lector apasionado, siempre ver la espalda sombría de todo lo que se anhela. Me pasmé cuando sentí las tres estocadas, el dolor me impidió el paso. Ya era inevitablemente real, te desangrabas en la calle y yo te sentía caer frente a Schmar como yo lo hice frente al ventanal. Mi hermano aún sostenía el cuchillo que nos había herido y yo pensé: cuatro rodillas caen con un solo motivo. Llegué, ya estaba a tu lado y recibí tu mirada, una que por primera vez parecía querer llegar a mí.
A pocos metros, cruzando la calle, nuestro verdugo y Palas forcejeaban, se disputaban verdades intrascendentes. Ya estaba hecho. Al lado del cuerpo cayeron, sin dilemas esta vez, mis orejas; ellas escucharon el suplicio de Frau Wese y su anillo rechinando en el asfalto, el cuchicheo de la gente en ronda, el silencio denso y submarino de la noche en el que yo me sumergía descendiendo hacia un cielo naranja.
No servía ya oír más. Mi pecho quedó abierto para siempre al viento aunque el campanario no vuelva a cantar jamás para mí. Eterna, puedo flotar entre el satén de mi vestido aunque mis pies se congelen en el piso.

Reescritura del cuento "Fratricidio" de Kafka.