sábado, 2 de abril de 2005

LAS HORAS SECRETAS

Sonrío pero no logro engañarme. Ningún teléfono suena: nadie llama pero alguien espera.
Las casa se vuelve crustáceo; la puerta, arena congelada. Miles de hojas amarillentas, libros deslomados, tinta ensangrentando los vitrales, las sábanas.
Un sonido, una pausa, un silencio finito: somníferos piadosos para la pena. Pero no. Los pies descalzos siempre, sin remedio; las piernas atrofiadas empantanándose enloquecidas. El peso del propio peso en el propio cuerpo amoldándose a las paredes. Corridos los ojos por la vigilia, perseguidos a lo largo del acantilado de la memoria. La puerta abandonada nadie la golpea. Y continúo mirándome frente a la puerta.
Callar, callar y siempre lo mismo, nada: pasos ausentes, parpadeos absurdos, orejas obsoletas, dormir en el piso contemplando la ranura congelada esperando el calor de un diario que no llega; la guillotina cortando el día en miles de colores y el agua refractando la mirada. Sentencia: hombre muerto. Chocar contra el nácar una, dos, mil veces; resignar la voluntad al tiempo.
Sonrío. No logro engañarme. El teléfono no suena. Nadie va a llamarme.