domingo, 13 de marzo de 2005

LA POPULOSA CALLE EN "LA SOLETINA"

No sé hace cuanto días estoy acá viendo esta parte del mundo, esta porción pequeña y tradicional de un mundo frágil y desilusionado.

Las casas se caen a pedazos. Sus paredes me recuerdan el rostro de una mujer añejo, cansada de ser sin remedio, hastiada a pesar de sí misma. Las puertas de roble hinchado se traban frente a cualquiera porque todos son intrusos y los marcos de las ventanas son encuadres para personas llenas de lágrimas que nunca caen.
Camino, el polvo me seca hasta los pulmones. Aquí soy como un desierto en busca de una puerta en una casa de ventanas abiertas, de ventanas con manos que agitan pañuelos, que me inspire a habitar mirando entre sus dedos.
Caminé sin descanso hasta que tuve que hacerlo, tomé el cordón de esa vereda sin dudarlo. Ahora pienso en eso y me asombro. Y sonrío, pensé que eso ya no podía pasarme. Vuelvo a sorprenderme, hacía mucho tiempo que nada me no convocaba a la sonrisa.

Apoyo mis manos en el suelo y mis codos y mis brazos me hacen las veces de respaldo. Estoy cansada de estar sola.

Mi mirada no va hacia ningún lado y de pronto un tragaluz, una ventana a la altura del tobillo de algun personaje que adivino camina al otro lado de la calle con zapatos lustrosos y un ramo marchito y pasa frente a la mecedora de una anciana que vive con un gesto apaciguador mientras dos chicos en la esquina escriben sobre el asfalto, aún fresco, para siempre su declaración de amor (sus nombres y un corazón) al tiempo que cinco chicos corren por su vida jugando a las escondidas.

Sigo sentada en esta vereda vacía. Luego voy a preguntarme, me preguntaré el por qué de este pueblo desolado y caeré en la idea, o querré convencerme, que ni yo estuve allí y que quizás hasta a mi misma me he imaginado.
Sin razón cruzo para acercarme a la ventana elegida, me arrodillo y miro hacia adentro. Mi corazón se para, giro sobre mi misma haciendo sangrar mis rodillas, muerdo mis labios para no emitir sonido y me apoyo contra la pared apretando con mis manos las lastimaduras a la vez que llevo mis muslos hasta el pecho. Evidentemente no solo deseo refrenar la sangre. Reclino mi cabeza para atrás y cierro mis ojos (sigo intentando detener la sangre que brota sin remedio); aún no comprendo qué haces ahí. Una brisa y abro los ojos: aíre, pienso, aire. Y siento miedo. ¿Qué haces ahí?. Me asomo tímidamente para asegurarme que no ha sido otra vision, balsámico sueño diurno. Pero continuas sentado a la mesa fumando un cigarrillo cuya ceniza parece no querer caer nunca. Miro tus codos y recuerdo por qué te amaba, esa curva en tus brazos...es mi casa. Vuelvo a recostar mi espalda sobre los muros, mi cuerpo tiembla y me abrazo. “¿Por qué no corro a los tuyos?”; la pregunta retumba en todos lados. De pronto una nena se para frente a mí, gira hacia la dirección por donde vino: el de los, ahora ausentes, púberes amantes, la anciana en calma, el hombre trajeado y los escondidos. Entonces noto que ha corrido a través de la calle, sus huellas de agua lo delatan, y mientras se evaporan, ella juega con un bumerang de lata.

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