domingo, 4 de julio de 2004

Cielo de claraboya

[...]Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios a una familia de pies auroleados como santos. Leves sombras subian sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. [...]
Una noche de invierno anunciaba las nueve un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse.[...] La calle estaba llena de vendedores de diarios y frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llano pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera, que no quería dormirse), y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba ”Celestina! Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. La voz de los pies embotinados crecía: “Celestina!
Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda obalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocaban accesos mortales de rabia. la falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón quedó sus pendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de palo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pies de falda furiosa. y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra grito, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su conteniso, derramándose, densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un niño golpeado.
[..]
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban todas las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna otra sobre el vidrio.
Celestina cantaba les Cloches de Comeville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar la calle.

Silvina Ocampo, “Cielo de claraboyas” en Viaje olvidado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

holaa. buenisimoo!!
hace tiempo que busco ese cuento, podrias mandarme al mail el texto completo, te lo agradeceria mucho.

mze88@hotmail.com

juan dijo...

me gusta muchísimo ese cuento!. Qué bueno encontrarlo.