martes, 13 de julio de 2004

Páginas Finales

- Qué te pasa?- me preguntó.
- Adoro las cosas – repuse.
- Sí, pero cómo? – indagó.
- Está Dios en las cosas – le dije.
[...]
Tal como he dicho: Ramón fue un buen tipo desde el primer día.
[...]
Yo me gozo de las cosas cuando les desentraño la divinidad. Todas las cosas la tienen. El ronquido de Ramón y el jabón amarillo que ponen en el baño. Los gritos de mis vecinos y las túnicas con que los envuelven cuando se exasperan.
Hoy, antes de suicidarme – cosa que haré cuando termine estas líneas – deberé, antes de mi acto final, hincarme ante el aire. Yo había pensado que aquí, con todo mi tiempo disponible, podría cumplir con casi todo mientras tuviera un vínculo con el mundo. Pero ayer Ramón me golpeó, y me dije: “Ya no tengo más vínculo con los que no saben o no quieren saber lo que yo sé. Mi vida es inútil. Carece de verdadero sentido.”. Y entonces decidí usar mi cuchillo.
Esto es muy desolado. No es que me disguste. Tal vez para los demás sea demasiado triste. Pero a mí, por encima de las generalidades, me importan los hechos aislados. Por ejemplo: a veces nos dan uvas o, digamos – para aclarar lo que quiero decir -, a mí me toca de postre una manzana, de esas verdes y más bien agrias que dulces y, entonces, muy atentamente, al morderla, sin pelar, la oigo estallar en la cuenca del cráneo y, dichoso, rezo con una íntima, intransmisible alegría que me llena los ojos de lágrimas.
Sigo contando: a veces veo pájaros que van a ponerse en los árboles del parque. De noche estrellas, a través de los barrotes de las ventanas. O un papel, parecido también a un pájaro, desciende flotando por el aire y lo veo caer involuntariamente, como si quisiera quedarse detenido en el aire para siempre, para servir de metáfora de algo que acaso no tenga nombre. Y, por otra parte, en mi cuarto está siempre el vaso de agua, la silla, la lámpara, la cama, los muros blancos, mi ropa, mis botines en el piso que a veces se parecen a una desolada ausencia. Y como en todas estas cosas está la presencia oculta y manifiesta de Dios, para mí este no es un lugar triste sino lleno de su sagrada permanencia.
[...] Quiero decir: eso que llamamos soledad, si es lo que me pasa a mí (que a nadie cuento lo que me sucede sino en estas finales páginas), está bien. Pero si se trata de desprenderse del tejido que conformamos todos los seres humanos, de desligarse de los demás en cuanto a la experiencia conjunta de compartir el misterio de vivir simultánea-mente, me parece que estamos ante algo que no sólo es insoportable, sino que hay que negarlo, y es lo que voy a hacer. Sin vínculo con los demás, temo que las cosas se descarguen de Dios y, entonces, prefiero la muerte.
Lo de Ramón me obliga a renunciar a la oración, porque, debido a mi enfermedad, él era el único que me unía (...) con el resto (...) de los seres humanos que se me ha negado ver. (...) Él era mi puente y ahora se me ha convertido en una idea: en algo que no provoca oración.

Es importante la luminosidad que encierran los objetos. Cuando uno les ve la luz es el momento en que las cosas dejan de ser simplemente cosas porque quedan manifestadas por lo que las sustenta.
[...]
(...)El agua, entonces, no mirada ni pensada, sino amada, olvidada de su entrañable composición química, sin recordarle su fuerza marítima, su transcurso fluvial, su quietud especular en los lagos, su capacidad de entrar por la boca o de limpiar los ojos, o de pacificar la fiebre; el agua, así como una transparencia de volumen inasible y translucido, como sustancia angélica en su humildad de casi inexistencia, o de su existencia que a fuerza de necesidad y de abundancia se hace secreta en la costumbre de su presencia; el agua que se oculta en la evidencia, el agua, bien vista, entonces (como el aire del que prefiero no hablar), es una materia ideal ara iniciarse en el entendimiento de la sacralidad de las cosas.
Al escribir estas líneas comprendo que amo mi demencia. Porque yo no quiero renunciar a esta certeza que, no sólo es mi destino (o porque es mi destino), sino porque mi demencia también es sagrada, igual que un lirio o el íntimo secreto del sueño de un perro.
Pero no se debe vivir como yo vivo. Y acaso, vivir como yo vivo sea una manera de pecado que hasta carezca de jerarquía nominal, porque ni siquiera con la comprensión, o la sensibilidad, o la misma piedad se debe paliar el horror del orgullo. Porque, bien pensando, si Dios se oculta en las cosas, no se debería jamás agudizar los ojos del corazón para que lo revelen.
[...]
Porque desde el fondo de mi horror creo que he advertido la presencia de Dios en cada cosa porque no he tenido la humildad de amar cada cosa como simple criatura de Dios.
Qué infierno ver la presencia de Dios en cada cosa, cuando Dios, seguramente, para los justos, ha de ser algo tan transparente e invisible como un ramo de aire o una delgadísima lámina de agua.
[...]
(...) Porqué no se me ha dado la paz de ver en la oculta armonía de este aparente caos lo que he creído encontrar en una partícula de polvo?
(...) Por eso una flor encubre a dios. O un pájaro en el aire, o un junco, o una mano apoyada en un hombro.
Cuando esto se sabe, quién puede ver, oí, tocar, sin ser un impío. Y quién puede ser un impío sin llegar a la contradictoria condición de un cansado ser a quien todo lo destruye.
[...]
Me hinco para desentrañar el aire. Debo apresurarme. Oigo los pasos de Ramón por el pasillo blanco. Advierto que una hoja de acero es azul.
Alguien detendrá mi mano?
No sé si es cansancio o tristeza lo que siento. Y no sé si lo siento en el cuerpo o en el alma.

Angel Bonomini, "Páginas finales" en Los lentos elefantes de Milan

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